domingo, 8 de junio de 2014

Parte 6



A sus sesenta y cinco años, Mercedes Barreda aún conservaba mucho de la belleza que había sido. Alta, delgada, morena, de porte elegante y ademanes rotundos, imponía a los hombres. Quizá por eso no se había casado nunca. Se decía a sí misma que jamás había encontrado un hombre a su medida.
Era propietaria de una constructora. Había hecho fortuna trabajando sin descanso y sin quejarse jamás. Sus empleados la consideraban una persona dura pero justa. Nunca había dejado a un obrero en la estacada. Pagaba lo que tenía que pagar, les tenía a todos asegurados, se preocupaba de respetar escrupulosamente sus derechos. La fama de dura seguramente le venía porque nadie la había visto reír, ni siquiera sonreír, pero tampoco la habían podido acusar nunca de tener un gesto autoritario ni de haber dicho una palabra más alta que otra. Sin embargo, había algo en ella que imponía a los demás.
Vestida con un traje de chaqueta color beis, y como única joya unos pendientes de perlas, Mercedes Barreda atravesaba con paso veloz los pasillos interminables de Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Una voz anunciaba la llegada del vuelo de Viena en el que viajaba Bruno, de manera que podían ir juntos a casa de Carlo. Hans había llegado hacía una hora.
***
Mercedes y Bruno se fundieron en un abrazo. Hacía más de un año que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia y se escribían por internet.
—¿Y tus hijos? —preguntó Mercedes.
—Sara ya es abuela. Mi nieta Elena ha tenido un niño.
—O sea, que eres bisabuelo. Bueno, no estás mal para ser un vejestorio. ¿Y tu hijo David?
—Un solterón empedernido, como tú.
—¿Y tu mujer?
—He dejado a Deborah protestando. Llevamos cincuenta años peleándonos por lo mismo. Ella quiere que olvide; no comprende que eso no podremos hacerlo jamás. No quería que viniera. Sabes, aunque no quiere reconocerlo tiene miedo, mucho miedo.
Mercedes asintió. No culpaba a Deborah por sus temores, tampoco el que quisiera retener a su marido. Sentía simpatía por la esposa de Bruno. Era una buena mujer, amable y silenciosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás.
Deborah en cambio no la correspondía con el mismo afecto. Cuando en alguna ocasión había visitado a Bruno en Viena, Deborah la había recibido como una buena anfitriona pero no podía ocultar el temor que le inspiraba «la Catalana», como sabía que la llamaba.
En realidad era francesa. Su padre había huido de Barcelona cuando estaba a punto de terminar la Guerra Civil española. Era anarquista, un hombre bueno y cariñoso. En Francia, como tantos otros españoles, cuando los nazis entraron en París se incorporó a la Resistencia; en ella conoció a la madre de Mercedes, que hacía de correo, y se enamoraron; su hija nació en el peor momento y en el peor lugar.
Bruno Müller acababa de cumplir setenta años. Tenía el cabello blanco como la nieve y la mirada azul. Cojeaba, por lo que se ayudaba de un bastón con el mango de plata. Había nacido en Viena. Era músico, un pianista extraordinario, como también lo había sido su padre. La suya era una familia que vivía por y para la música. Cuando cerraba los ojos, veía a su madre sonriendo mientras tocaba el piano a cuatro manos con su hermana mayor. Hacía tres años que se había retirado; hasta entonces Bruno Müller había sido considerado uno de los mejores pianistas del mundo. También su hijo David se había entregado en cuerpo y alma a la música; su vida era el violín, aquel delicado Guarini del que jamás se separaba.

7 comentarios:

  1. A sus sesenta y cinco años, Mercedes Barreda aún conservaba mucho de la belleza que había sido. Alta, delgada, morena, de porte elegante y ademanes rotundos, imponía a los hombres. Quizá por eso no se había casado nunca. Se decía a sí misma que jamás había encontrado un hombre a su medida.

    ResponderEliminar
  2. Era propietaria de una constructora. Había hecho fortuna trabajando sin descanso y sin quejarse jamás. Sus empleados la consideraban una persona dura pero justa. Nunca había dejado a un obrero en la estacada. Pagaba lo que tenía que pagar, les tenía a todos asegurados, se preocupaba de respetar escrupulosamente sus derechos. La fama de dura seguramente le venía porque nadie la había visto reír, ni siquiera sonreír, pero tampoco la habían podido acusar nunca de tener un gesto autoritario ni de haber dicho una palabra más alta que otra. Sin embargo, había algo en ella que imponía a los demás.

    ResponderEliminar
  3. Vestida con un traje de chaqueta color beis, y como única joya unos pendientes de perlas, Mercedes Barreda atravesaba con paso veloz los pasillos interminables de Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Una voz anunciaba la llegada del vuelo de Viena en el que viajaba Bruno, de manera que podían ir juntos a casa de Carlo. Hans había llegado hacía una hora.

    ResponderEliminar
  4. Mercedes y Bruno se fundieron en un abrazo. Hacía más de un año que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia y se escribían por internet.
    —¿Y tus hijos? —preguntó Mercedes.
    —Sara ya es abuela. Mi nieta Elena ha tenido un niño.
    —O sea, que eres bisabuelo. Bueno, no estás mal para ser un vejestorio. ¿Y tu hijo David?
    —Un solterón empedernido, como tú.
    —¿Y tu mujer?
    —He dejado a Deborah protestando. Llevamos cincuenta años peleándonos por lo mismo. Ella quiere que olvide; no comprende que eso no podremos hacerlo jamás. No quería que viniera. Sabes, aunque no quiere reconocerlo tiene miedo, mucho miedo.

    ResponderEliminar
  5. Mercedes asintió. No culpaba a Deborah por sus temores, tampoco el que quisiera retener a su marido. Sentía simpatía por la esposa de Bruno. Era una buena mujer, amable y silenciosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás.
    Deborah en cambio no la correspondía con el mismo afecto. Cuando en alguna ocasión había visitado a Bruno en Viena, Deborah la había recibido como una buena anfitriona pero no podía ocultar el temor que le inspiraba «la Catalana», como sabía que la llamaba.

    ResponderEliminar
  6. En realidad era francesa. Su padre había huido de Barcelona cuando estaba a punto de terminar la Guerra Civil española. Era anarquista, un hombre bueno y cariñoso. En Francia, como tantos otros españoles, cuando los nazis entraron en París se incorporó a la Resistencia; en ella conoció a la madre de Mercedes, que hacía de correo, y se enamoraron; su hija nació en el peor momento y en el peor lugar.

    ResponderEliminar
  7. Bruno Müller acababa de cumplir setenta años. Tenía el cabello blanco como la nieve y la mirada azul. Cojeaba, por lo que se ayudaba de un bastón con el mango de plata. Había nacido en Viena. Era músico, un pianista extraordinario, como también lo había sido su padre. La suya era una familia que vivía por y para la música. Cuando cerraba los ojos, veía a su madre sonriendo mientras tocaba el piano a cuatro manos con su hermana mayor. Hacía tres años que se había retirado; hasta entonces Bruno Müller había sido considerado uno de los mejores pianistas del mundo. También su hijo David se había entregado en cuerpo y alma a la música; su vida era el violín, aquel delicado Guarini del que jamás se separaba.

    ResponderEliminar